11 de agosto de 2011

Leyendo las estrellas


Dócilmente, le permite al viento peinar sus cabellos mientras siente como el olor del ambiente embriaga sus sentidos.

Con los ojos cerrados, contempla el cielo. Una mano extendida juega a reseguir el contorno de las estrellas que brillan en lo alto. Intenta, como un ciego, leer que hay escrito en el firmamento. Puede oír risas infantiles cuando las yemas de sus dedos, traviesas, acarician las zonas más sensibles.

Una repentina lluvia primaveral empieza a besar su piel y su ropa, empapada, intenta fundirse con su cuerpo en un eterno abrazo.


Podrían sus pies enraizar y no le importaría pues ahí, en la soledad de la noche, se siente en perfecta armonía con todos sus sentidos.





7 de agosto de 2011

Cucharadas de esperanza

Esa mañana me desperté sin saber que, en pocas horas, iba a embarcarme en un viaje que no olvidaría nunca...

Todos los días de mi corta existencia, mis pies han reseguido inconscientes las pisadas del día anterior, realizando el mismo itinerario día tras día. Pero esa mañana de principios de Julio, por primera vez, me atreví a hacer algo que siempre había deseado pese a que nunca había reunido el valor suficiente como para llevarlo a cabo.
Conocía la existencia de una inmensa puerta metálica frente a la cual, un sinfín de almas sin nombre aguardaban algo que, por aquél entonces, yo desconocía. Personas muy dispares; de todas las edades, colores y nacionalidades. Esa escena despertaba algo en mi interior, un mecanismo se accionaba cada vez que veía esa muchedumbre postrada pacientemente frente aquél soldado metálico que ejercía de infranqueable vigía. Personas que, aparentemente, no tenían nada en común pese a que un vínculo estrecho e invisible las unía haciendo que cada mañana dirigieran sus pisadas hacia esa misteriosa puerta y permanecieran impasibles frente a ella. Mis sospechas defendían que compartían algo, seguramente guardaban un mismo secreto y yo tenía la necesidad de conocerlo.


Un día, dispuesta a acallar mis preguntas decidí dar un paso más, adentrarme en esa marea de gentes sin nombre y esperar junto a los demás para ver que había al otro lado. Así fue como descubrí que travesar el umbral suponía acceder a un mundo paralelo. En ese mundo desconocido la palabra ‘Yo’ no existía, tenía acceso denegado. Así lo indicaba un rótulo situado sobre una pequeña canastilla de mimbre que rezaba:



‘’Deposite aquí aquello que al otro lado no produzca ni facilite el beneficio ajeno. Deposite aquí su Yo, su egoísmo, sus metas e intereses. Deposítese en esta canastilla pues, al otro lado, usted no puede pasar’’.

En la canastilla descansaban adormecidos papeles de una amplia gama de colores, cogí uno al azar en el que se podía leer: ‘Yo, Trinidad’, los demás únicamente distaban del primero en el nombre escrito, mi mano rescató un Grigoriy, una Cristina y un David. De esta manera, ahí dentro únicamente existía aquello que no fuese uno mismo, pues uno mismo debía abandonarse para poder entrar. El primer día, crucé el linde que separaba ambos mundos recelosa, nunca había visto nada igual. Un hombre muy menudo, de pelo cano y rictus severo ejercía de repartidor de billetes, puesto que cruzar el umbral suponía embarcarse en un largo viaje. El hombre mayor repartía a los viajeros un diminuto trozo de cartulina rojiza en la cual únicamente había escrito un número que facilitaba la disposición de los viajeros. En el linde de la puerta esperaba, como en cada tren, el revisor. Éste papel lo ejercía una mujer entrada en carnes, con tan poca paciencia como dientes y andares masculinos. Su función era supervisar que cada viajero llegara al asiento que le correspondía de acuerdo con su billete. Todo equipaje se guardaba en un compartimento en la entrada y, acabado el viaje, era retornado a su propietario. En ese diminuto rincón, se servían cucharadas de esperanza con las que esa gente saciaba el hambre más voraz. Para beber y hacer más digerible la comida se servía compañerismo, y nunca encontrabas un vaso vacío de ello a pesar de que bebían sorbos de sus copas sin cesar.


Pese a ser extraños, eran conscientes de que existía un vínculo invisible que los unía. Fuera, podían comportarse como completos desconocidos pero ahí dentro, embarcados en el mismo viaje, formaban parte de una misma familia y, durante un mes, luché para ser acogida como miembro de ella.


Experiencia en un comedor social, verano 2011.


Feliz de volverme a sumergir en mares de tinta.